El Festival de Narrativa y Poesía, Ojo en la tinta, es un evento literario independiente que se realiza en la ciudad de Bogotá, Colombia, desde el año 2009. Este busca encontrar y difundir nuevas voces en la literatura colombiana y latinoamericana. El festival es organizado por el Colectivo Literario La Raíz Invertida.

viernes, 14 de enero de 2011

Diego Ortiz


Estudiante de Licenciatura en Lengua Castellana de la Universidad Distrital (Bogotá - Colombia). Finalista en el II Concurso Literario Umpalá (2005). Ganador del I Concurso de Escritores de la comunidad Arihua.net (2005). Ganador del concurso Bogotá: Historias Paralelas (2008), proyecto de Bogotá capital mundial del libro. Ha publicado cuentos en las revistas literarias Gavia (Universidad Distrital), RILTTAURA (Universidad Nacional) El puñal (Chile) y Palabrero Virtual (Colombia).Publicación de cuentos en la antología Cenizas en el andén (Bogotá, 2009).  Director de la revista Gavia (Universidad Distrital - Bogotá).


ATEMPORAL

Usted lo verá todos los martes a las cuatro y cincuentaiséis en la entrada del local, esperando a Marquitos para recibir el ejemplar semanal del Magazín Atemporal, una revista dedicada exclusivamente al olvidado mundo de las piezas de relojería. No crea, yo me hice la misma pregunta: ¿Por qué va luego al parque de la esquina a buscar tornillos y comida en las bolsas de la basura? Pues, usted sabe, a mí no me gustan los chismes, pero por ahí me enteré de algunos detalles. Doña Mercedes, sí, la que vive a tres casas de la suya, me contó que lo conoce hace muchos años, desde antes que él se la pasara recorriendo las calles sin destino alguno. Eso sí, siempre ha sido tan flaco y desgalamido como lo acaba de ver. Por allá hace como seis meses ella lo invitó a un café en la panadería de la otra cuadra y él le contó su vida sin tapujos. Hasta nombre sonoro tiene, pues se llama Raúl Echeverri. Yo, la verdad, creo que se lo inventó. Pero lo importante no es su nombre sino sus manos.
Vea usted que ese Raúl fue el mejor relojero de la ciudad, por allá hace unos veinte años. Aprendió a desarmarlos y a repararlos de muy joven pues, según le contó, abandonó el colegio a medio camino para dedicarse a algo que, por la seguridad de sus propias palabras, le apasionaba profundamente desde su niñez. Aprendió solo, ¡imagínese!, con las revistas que le regalaba el señor Bustamante, sí, el papá de Marquitos.
Ahí donde lo ve, el Raúl era todo un genio para la cuestión, de hecho dejaba los relojes –los de pulso, los de pared, hasta el de la iglesia– como si nunca hubieran marcado tiempo alguno.
Pero vea usted cómo es de irónica la vida.
Un día, mientras trabajaba ya en la relojería del señor Bustamante, conoció a una joven muy hermosa y adinerada que le llevó un reloj costosísimo, traído por allá de donde se la pasan haciendo relojes, todos ellos obsesionados con el tiempo. ¿Sí, esos mismos! Los que dejaron ahí un reloj en una columna en el parque del señor Olaya. Al entregarle la reliquia familiar dizque le dijo que él y sólo él podía repararlo. Claro, ¡imagínese el rostro de Raúl!, ese hombre se sentía todo orgulloso por su reputación, pero hasta ahí nada del otro mundo. Lo que sucedió es que el Raúl se enamoró de la joven, de sus muñecas delgadas según contó, y ahí doña Mercedes hizo como caras y muecas, pero al final me lo dijo medio avergonzada, que ellos tuvieron muchos encuentros concupiscentes. ¿Cómo se enteró doña Mercedes? Ah no, eso sí se lo dejo a usted, que es mejor que yo para averiguarse los detalles.
El punto es que, después de haberle arreglado todos los relojes de la casa como unas diez veces, una tarde, faltando cinco para las cinco, llegó el marido de la joven a la relojería del señor Bustamante, un tipo grueso y falto de modales, no precisamente por una reparación de relojes, sino por una restitución de tiempo. No se haga el tonto que usted me entiende. Claro, el tipo no fue solo, apareció con otros que parecían matones –matones, esa fue la palabra de la señora Mercedes, y vea que no se equivocaba-, sacaron al pobre de Raúl del local a las malas y en el callejón que queda ahí al lado lo golpearon hasta desfigurarlo y el tipo ese, al final, le cortó dos falanges del índice de la mano derecha.
¡No, si usted viera! Raúl se puso a llorar con una tristeza desbordante frente a doña Mercedes, porque sin esas falanges nunca pudo volver a ejercer su labor con la destreza que lo caracterizaba. La clientela se desvaneció y el señor Bustamante cerró la relojería. ¿Raúl? Véalo. Era lo único que sabía hacer, y lo hacía a la perfección. El pobre terminó viviendo en la calle, medio loco, obsesionado por la hora, y desde que vio entrar acá a Marquitos viene puntual, todos los martes a las cuatro y cincuentaiséis, esperando recuperar un espacio olvidado y atemporal.

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