El Festival de Narrativa y Poesía, Ojo en la tinta, es un evento literario independiente que se realiza en la ciudad de Bogotá, Colombia, desde el año 2009. Este busca encontrar y difundir nuevas voces en la literatura colombiana y latinoamericana. El festival es organizado por el Colectivo Literario La Raíz Invertida.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Robert Max Steenkist

(Bogotá, 1982) Estudió literatura en la Universidad de los Andes de Colombia e hizo una maestría en estudios de Publicación  en la Universidad de Leiden, en Holanda.
Ha trabajado para la Subdirección de Libro y Desarrollo en el Centro Regional parael fomento del Libro de América Latina y el Caribe (CERLAC-UNESCO), en la Universidad de los Andes y en el Colegio José Max León.

Su libro de cuentos Caja de piedras fue publicado por la editorial El Astillero en el año 2001. Su poemario Las excusas del desterrado fue publicado por la editorial Común Presencia en el año en el año 2006. Sus textos y fotos han sido publicados en Colombia, y en países como México, Grecia, Argentina, Puerto Rico, Venezuela, Estados Unidos, Holanda y Alemania.


Divorcio del astrónomo
                                                Para JRMG

Soñé,
te conté un día, el polvo de nuestras manos,
con un marino que perdía las estrellas
a causa de la ceguera
y que,
ya viejo y loco,
inventaba constelaciones para su noche eterna.

El brillo de las estrellas
es una noticia tardía, me dijiste,
esa luz que vemos no es sino un navío
de jaulas doradas
que guardan especies muertas.

La luz que vemos son estrellas muertas.

En su viaje silencioso a través de la nada
la luz se vuelve mentirosa
pues no se entera de que su puerto se ha extinguido,
hundido en las corrientes del infinito.

Las estrellas no merecen nombres,
convenimos al despedirnos para siempre.
Nos han mentido.

La explosión de su origen
y el pálido reflejo
que titila en nuestras noches
es un malabarismo del espacio,
un engaño de milenios.

Todas han de extinguirse de repente.
Vencerán la distancia que le sacó nuestra ilusión
y dejarán en claro
nuestra falta de bendiciones.


Canción de las tablas

Los peones son campesinos
de manos duras,
reclutados a la fuerza por dos ejércitos contrarios.

Sin conocer lo que los enemista
contra unos de análoga condición
son dispuestos
en la primera línea de fuerza,
carne de cañón o débil escudo contra las lanzas adversarias.

Al otro lado de la planicie
Sobre la cual se jugarán su suerte de autómatas sin gracia
aguarda la sombra de un grupo exacto de combatientes:
sobresalen las crestas desafiantes de los alfiles
que cruzarán el tablero con certeza de flecha
para derribar un jinete o impactar en su carrera la columna madre de una torre.

Los tocados de la reinas
aventajan todas las otras figuras del ejército.
Dueñas de todas las tácticas
de sus regimiento, sólo
evitan atacar como los picadores,
pues montan, según los protocolos de la corte,
sentadas con ambos pies hacia un solo lado.

Desde su altura privilegiada
ellas contempla a sus peones:
los pies descalzos de sus lacayos,
o las botas de madera, en el mejor de los casos,
abrirán la planicie,
activarán las bombas enterradas
y darán una vía segura a combatientes más sofisticados.
Sobre sus restos avanzarán
garitas
corceles acorazados o tanques
esbirros de pies alados
todos buscando la cabeza del soberano oponente.

Dos peones se encontrarán
frente a frente
en un punto insignificante de la batalla.

Intercambiarán sablazos torpes
golpes de martillos despicados
balas ya usadas
gritos inofensivos
mientras en otro frente
fichas más vigorosas
precisan el destino de la guerra.

Tarde o temprano
nuestra pareja de anónimos
entenderá que
ambos serán excluidos
de las listas de los héroes.

Bajarán las armas
cuando reparen que son el vivo reflejo del que combaten.

Cansados, pactarán no avanzar más:
por sus manos no se resolverá
ninguna guerra,
por su sacrificio no se le dará gloria a ningún nombre.

En un pacto de miradas idénticas
ambos encontrarán cabida
en la victoria silenciosa
que tantos llaman cobardía.


A una desconocida

Por sus pasos afanados
Señora
pude saber que usted incluye dentro de su rutina
un desvío en el camino hasta su casa:
visita un par de sangregados
que resiste el avance de los edificios.

La conmueven
ya lo sé
las tórtolas picoteando
los suelos buscando en vano las semillas
con insistencia de arqueólogos testarudos.

Cierto brillo que noté en su huida
me dijo que usted espera
con ansias
las caídas de la tarde,
cuando por esta ciudad se posan las sombras de occidente
y lo reviven todo con su rojo pasajero
que nos hace sentir cerca del mar.

Al pasar junto a mí
y seguir de largo como una risa de venados
usted me dejó saber
que se pone a temblar
cuando recuerda una cabeza hundida entre sus piernas
y los gritos que ahogó
para no dejar de flotar sobre los techos de lata
y todos los pantanos.

De la mano delgada
que marcó con firmeza el afán de su carrera
pude concluir que a usted también
le duelen los desplazados
y que en sus callos ablandados por limosnas
también ve usted
la agonía de un país
que no se sabe su peor enemigo;

tampoco ha dejado usted de pensar en los que secuestraron
que tienen que cargarse los unos a los otros por entre las ramas
y cuya piel manchada se escurre entre los huesos
y las cadenas
pero

¿qué hacemos si la selva queda tan lejos
si de este país también se puede hacer un repertorio infinito de milagros?

usted también ha notado
que la mafia y el poder
la guerra
en fin.

Un relicario
que asomó de su escote
me dijo de insomnios
que usted dedica a la persona desconocida
que duerme a su lado.
Que reza,
que busca en la blanca cara de su techo
una excusa para sentirse de este mundo
y no una más cuyos miedos
y alegrías pasajeras
alimenten a la nada.

Antes de que se perdiera entre la gente
oí desde su cartera
sonares y clamores metálicos,
una banda marcial en miniatura:
espejos como conchas que riman
con las cuentas por pagar,
un perfume que cierra y ennoblece
el ritual de sus salidas.

Y quise oír de todas sus estrategias,
de lo que la motiva
a escalar todas las mañanas
por estas calles y sus charcos
y de cómo combate usted
todo lo perdido.

Pero la tarde no nos dio
para interrupciones:
sus sangregados ya se adornan con el ocaso
y se vuelven dignos como mártires.
El rubor suyo ya enmudece para llegar a casa
y dejarla ser la de todos los días,
la misma anónima
que viaja por las ajeas corrientes
de la vida de semanas amansadas.

Señora:
deseo
que ese destino
que sólo nos dio para alejarnos
aterrice al fin en alguien que sepa
qué hacer con la materia de sus silencios,
esa misma que hoy la convierten
en un poema que la sigue entre las sombras
y todos los pasos avanzando hacia la noche.

Jorge Andrés Acevedo

Nació en Bogotá en 1986. Egresado del taller de escritores de la Universidad Central, taller de escritura creativa de la Universidad de Los Andes y el taller de creación del Gimnasio Moderno. Estudia literatura en la Universidad de los Andes. Actualmente trabaja en la edición de su novela La devoción del destierro. Ha sido incluido en las antologías: Melodía de los colores (España); Antología de poetas condenados (Argentina); antología Libro solidario por Haití (España); Antología Pas de deux (Francia) y en el diccionario latinoamericano de poetas (Revista Libros y Letras). En internet ha publicado el libro de relatos eróticos Usos de la lengua (libro virtual) y el poemario Tiempo de sentir (Bubok).

Felinofágos

Anoche vi dos gatos. Buscaban la soledad de las sombras y se pasaban la lengua por el lomo. De verdad parecían dos gatos.  No se arañaban pero parecían estar sufriendo. Iban de un lado a otro, el susurro de sus pasos tejía con delgados hilos. Trataban de no mojarse pero se humedecían el cuerpo con sus bocas. Sí, de verdad parecían dos gatos.
Los vi saltando en los tejados, se quemaban el cuerpo con el vapor de las chimeneas. Por un rato los vi cansados. De verdad parecían dos gatos. Fueron por muchos lugares, llegué a creer que estaban perdidos. Se empujaban hombro contra hombro, porque ahora los gatos tienen hombros y los vi reírse. Sí, de verdad parecían dos gatos.
Estaban sedientos. Los gatos estaban sedientos y corrían silenciosamente entre las sombras haciendo un ruido insoportable. Eran oscuros, negros, gatos de mala suerte a quienes de lejos se les veía el resplandor de la risa. Cuando encontraron agua siguieron riéndose a carcajadas tal y como se ríen los gatos: mostrando una lengua rosada y con una expresión violenta como si en lugar de felicidad mostraran su rabia. Realmente parecían dos gatos.
Cuando bajaron de los tejados corrieron al parque. Allí los vimos. Otros como yo dejaron de hacer lo que hacían solo para ver los gatos, extraña novedad ver dos gatos a tal hora ignorando la gente. Dos gatos que parecían ser gatos. Los gatos no se daban cuenta de nosotros, corrían de un árbol a otro, fugaces como disparos negros, silenciosos como la luz que llega sin trueno. Lo juro, esos gatos parecían dos gatos.
No se daban cuenta de nosotros, ellos solamente se miraban sus pupilas. Las pupilas eran grandes, color ámbar y en la oscuridad del parque parecían faros desubicando a los navegantes. Navegamos un rato viendo los gatos acostándose en el pasto, revolcándose como árboles que han caído de sus hojas. Los gatos eran sordos, y parecían dos gatos.
Después del primer beso los gatos parecieron polvo, se fueron elevando como una maraña de ramas arrastradas por el viento. El viento nos arrebató los sombreros, los paraguas y las ganas de verlos. Quedó la oscuridad, el silencio, la soledad y todas las cosas que estaban buscando.  Antes de la lluvia vi muchos reanudando su marcha, otros corrieron anunciando los males del invierno. Quedamos unos cuantos viendo los dibujos negros que se hacen en un parque cuando llueve de noche.