EN
ALGÚN lugar
el
asesino se resguarda
y aprieta el puñal.
Su
piel se descompone
en
un aleteo
de pájaros nocturnos.
Un
cuerpo sin vida
es
la cicatriz de una calle,
la oscura libertad de la noche.
EN
LA LENGUA suelta
de
la noche
el
gato, impenetrable,
atisba la locura.
CONTRA
la ventana
un
pájaro
se
da un golpe certero.
Bebe la sed de su
alarido.
Aquieta
sus alas.
Yo
me aferro a su recuerdo
mientras olvido
la transparencia del agua,
como una cicatriz
que da vueltas por
el mundo.
LA
NOCHE
ha
llegado, por fin,
a su estado más sólido.
Intentamos
descifrar
una palabra
y
sin embargo,
todo
lo ha ofrendado
la herrumbre
de
las cosas.
La
escritura pende
del
hilo de sangre de la tierra:
sílaba
de viento,
luz
aniquilada.
Ahora,
ya
nada puede condenarnos.
Hay soles que caen
Un
ángel juguetea en el ramaje del árbol.
Es
tan grande el abismo,
y
tan silencioso el techo del mundo,
que
nos abraza la pesadumbre,
y
bebemos aguardiente,
y lloramos,
porque
no entendemos
cómo
Dios juega con sus dedos de piedra
entre
las hojas del álamo.
Velo de noche
Vivir la lentitud
de la hormiga,
confuso
en una
ola de arena.
Entre el amor y mi sangre
hay un silencio de pájaros,
velos
como mareas
de hielo
bordados
con
filamentos de sal.
Alguien ha escrito mi nombre
en
una
roca
incendiada
con el carbón que tiñe
lentamente
la noche.
Memorial del árbol
Nos
susurra el viento su nostalgia de nieves
y
el copetón tañe su silabario de alas.
Qué
silencio es mi corteza,
y
mis raíces
tejiendo
la sangre de un sueño.
Hay
en las rocas una sed de tormenta.
De mis brazos cayó
la hoja
con
la que un hombre descalzo
cubrió
su sombra.
Se
ha roto las muñecas golpeando mi silencio.
Mi
inconmovible reposo le ha dejado
una
herida imposible abierta al crepúsculo.
Ráfagas
de orquídeas a las orillas del lago
expanden
la soledad del abejorro.
Dos
niños olfatean una bolsa de huesos.
Un
bramido,
es
una piedra que expira en el agua.
La
lentitud
En lo profundo
del río
brama
a
veces
un árbol
que no para de
crecer.
La mosca
siempre teje
el hilo de su
araña.
Es el diablo
quien desliza
el cerrojo
tras girar, quedo, la puerta.
Incandescencia
Escucho,
palpo,
a cada instante,
la voz
en la pupila extranjera.
He
descifrado su desvelo,
el
latigazo de una música antigua
que desorienta los rayos del
sol.
¿Puedes
escribir sobre la línea del árbol?
¿Puedes
envenenar el trueno
que
rodea
la luz del vigilante?
Arenga del hogar
I
Él siempre permanece anclado
a un lebrillo de granizo.
Ella ha decidido perpetuarse
sobre las arenas movedizas
a
orillas del sexo.
Pero también es él quien ríe más
alto,
quien lleva entre la jaula una mosca
de humo.
Ella sólo sobrevive
en la multiplicación de las cosas,
como la honda de una piedra
arrojada en aguas
distintas.
II
Dejar atrás los viejos rincones,
la ropa sucia,
la música
apresada en hilos de
tiniebla.
Cada acto que
hacemos
es un barco hundido
por la mano
de un niño.
Pero todo,
hasta lo que no
conocemos,
lo circunda la soledad
del árbol.
Rumor del insomnio
Es la niebla y un ruido de moscas.
Umbral del insomnio:
la cama en duelo a
la hora más amarga.
No existe la lluvia,
ni un reloj
grabando
la lenta
caravana,
sólo escombros
en la almohada
y unos ojos que nos miran
como dos agrias monedas
en un estanque.
Golpe a la ventana.
Turbio secreto.
Revelación.
Un
enjambre de zapatos en luto.
La mujer observa
tras un
desván sombrío.
La noche se tuerce a su memoria:
su rostro son esquirlas de huesos
bajo
el párpado incendiado.
Delirio de alta noche.
El juego sigiloso en la punta de sus
dedos
no es más que
una presencia oxidada.
¡Su libertad es un ataúd!
Una flor muerta
en
el regazo de un libro.
Pero es esta fiebre nocturna del
insomnio,
la aurora en velo de
plata,
la que nos ofrece unas manos
más frías que el hambre.
Cenizas.
El eco de un fantasma en la jaula.
Clausura
Sobre
las sábanas
gastadas
copula
dos
veces
el silencio.
¿Escuchas
el sexo
que
retorna
como agua
entre las manos?
El adiós
I
En la tarde,
las semillas del diente de león,
vulneradas por el viento,
se
disipan
como limadura de espejo
en la
memoria.
Atrás queda la página en blanco,
la mirada imposible, lo que ya no
despierta.
II
Sin rumbo,
sin regreso,
en un vacío de huesos,
el crepúsculo devora los pies del
caminante.
El
ángel negro de la isla de Kampa
Nadie lo vio entrar en su casa. Era
una fría noche de Praga, era un poema tirado a la alacena.
Al principio, con el orgullo herido
y las polillas sacudiéndole los trajes, se acostumbró a vivir con la noche
colgando de su espalda.
Decidió el encierro porque los
hombres sencillos mueren solos.
Con la pupila altamente dilatada,
Vladimír Holan, entendió que las sombras viajan empedradas de palabras. La
piedra oscura había regresado cargada de frutos.
En aquella casa había tanto ruido,
tanta miga de pan en las esquinas.
Se dice que la luz de la ventana
duraba encendida toda la noche, en el resplandor de la vela se diseminaba el
diálogo del mundo.
La claridad no se hacía esperar.
Nadie y todo había en él. La campana detenida por el lápiz, Hamlet conversando
con las ruinas del espejo, la muerte escondida en las catedrales.
Pero los años no pasan en vano. En
la pesada puerta crecía un caballo atado con alambres.
En el instante en que la voz del
ángel deshizo los colores de las cosas, cuando la tierra de los cementerios
colmó de cicatrices las estancias, pronunció estas palabras:
“Kateřina ha muerto. Hoy no ha
venido nadie a preguntar. La casa ha ocultado, al fin, todos sus ruidos.”
Georg Trakl en el
ocaso
Un rostro púrpura se ciñe al abrazo
calcinado de la noche.
El espíritu oscuro de los bosques,
las sombras venenosas,
el grito moribundo de los guerreros
otoñales,
cubren de opio el azulado cuerpo de
espino.
Aletean los murciélagos alrededor
del joven que sueña.
Se escucha un lamento crepuscular.
El niño Elis le besa la frente
sangrante
y la hermana juega con alcoholes
mortíferos,
deambulando entre los catres del
centro hospitalario.
Qué luna más amarga,
cuánto silencio sobrevive en el
canto último del mirlo.
Tierra negra amasa una música
nocturna
y se extingue un corazón huérfano de
flores amarillas.
La tumba aguarda a los ángeles
caídos;
un venado azul corre en delirio a la
primavera.
Paul
Celan hilvana su fuga
I
Seca tus ojos
y llama a mi
puerta;
no encontrarás más que un
féretro
tallado por un
abismo de hojas.
La soledad es más grande
que la gavilla de
inviernos
que arden
en mi boca.
II
La muerte
hila mi mano cien veces.
Cien veces
la arroja
a un bote de ceniza.
III
Es en tu vientre,
madre,
donde
siembro
mi otoño.
Es en tu nuca
donde
nace mi amapola.
IV
El corazón va flotando a mis
espaldas.
El corazón
va
flotando
a
mis
espaldas,
barnizado por las humaredas
de los hornos
de Ucrania.
V
El becerro le
escupe
a la paloma
invisible,
se asfixia
entre el barro
de los campos
de exterminio.
Yo humedezco mis oídos
con su sangre;
con su carne hago en las mañanas
tallos de sombra.
VI
Verteré
toda el agua del Sena
en un cántaro
y lavaré tus heridas,
bebedora.
En el presagio
ya no quedarán más cicatrices.
VII
Mi mano
hila la muerte,
cien veces la arroja.
Prólogo
Reverberaciones cambiantes
Por Santiago Espinosa
No deberían hacerse
prólogos a un primer libro de versos. No por ahora. Sus materiales, al tiempo
en que escribimos estas líneas, avanzan hasta lo insospechado como hazañas
abiertas, ajenas a las cenizas de un epitafio inaugural. Si crecen con cuidado
en la memoria, pensamos, es para hundir sus raíces en los colores del porvenir,
no para nosotros. Hay una vida en la escritura que aún no agota su sentido. Y
una esperanza.
De Memorial del árbol, primeros de poemas
de Henry Alexander Gómez, celebro la voluntad de un hombre que ama de veras las
palabras. Que las cuida y les teme en secreto como una semilla peligrosa,
recobrándonos la fe en sus olvidados poderes. Como lector de poesía que es,
sabe que la escritura ha sido la condena de muchos, su trampa oscura. Hombres y
mujeres que han cerrado sus búsquedas hasta volverlas adversas, si no es la
vida la que ha huido antes de eso.
Pero este poeta se
mueve entre los filos con un ojo vigilante. Ve en los escombros de su herencia
una palabra habitada de voces y presencias, árboles, y hacia ella se entrega
como el que encuentra en estas atmósferas, a veces opresivas y oscuras, un
mundo expresivo donde pueda respirar. Para Henry Alexander Gómez, como para
otros poetas de su generación, una palabra extraña, hallada a la vuelta de los
vientos, antes que el mundo que se marcha en su derrota, la incomunicación, ha
devenido para ellos como la última de las puertas.
Este poeta sabe,
con Walter Benjamin, que no hay futuro ni promesa hasta que los pasados se
realicen. Que en el largo poema que todos escribimos, una palabra hunde raíces
donde las otras declinaron, pues la promesa —otra vez con Benjamin— “surge de
una boca que quizás ya en el momento en que se abre habla en el vacío”. Y por
eso escribe memoriales. Para mostrarnos las presencias invisibles que también
somos, su diálogo secreto entre las generaciones. Planta su árbol joven en las
sombras que otros dejaron, testigo de la noche y de los vientos:
Dejar atrás los viejos rincones,
la ropa sucia,
la música
apresada en hilos de
tiniebla.
Cada acto que
hacemos
es un barco hundido
por la mano
de un niño.
Pero todo,
hasta lo que no
conocemos,
lo circunda la soledad del árbol.
Hay ecos de Georg
Trakl y de Vladimír Holan, una palabra que se pliega en su memoria hacia una
noche más vasta; de Juan Manuel Roca y su tanteo en los vacíos, para hablar de
una influencia colombiana. En cada uno de estos poemas se reúne la asamblea de
los poetas que defiende. Me gusta cuando este diálogo se vuelve explícito.
Cuando encuentra entre los rostros concretos su piedra de toque, siendo
escritura que nace de la conversación con los poetas para volver a ellos.
Y leemos ese poema
extraordinario que es “El ángel negro de la isla de Kampa”, quizá el mejor del
libro, sus pedradas oscuras que regresan a nosotros “cargadas de frutos”. Un
corazón que flota en las espaldas de Paul Celan, “barnizado por las humaredas
de los hornos de Ucrania”. Y huellas, presencias que median entre lo vivo y lo
muerto. Toda una galería de herencias que haya un rostro en el poema, y que,
como en su poema “Jaguar”, poema tras poema, grafía tras grafía, aparecen como
espejos que en secreto nos preceden, como “un laberinto de perlas negras”.
Entre esos rostros
de olvidos y leyendas, su colectivo imaginario, comienzan a templarse los
metales de una casa expresiva. Los vemos venir y tomar cuerpo. Uno junto del
otro se desnudan. Cuando son bien logrados los versos, en su cuidado, volvemos
a recordar esta sentencia de Mujica Laínez: “Cada uno de nosotros se ve a si
mismo, en los demás. Somos ecos, espejismos, reverberaciones cambiantes”. Y hablamos
de una poesía que no sólo se sabe compartida entre la herencia de otras voces,
ella misma, en un acto que esperamos deje huella en el país, nace de la alegría
de una aventura colectiva: el proyecto literario de La Raíz invertida.
No deberían hacerse
prólogos a un primer libro de versos. Sí la celebración y el agradecimiento,
una amistad cruzada por palabras. Los deseos de que este árbol se entronque en
el futuro como un testigo silencioso, hasta cimbrar con sus raíces las bóvedas
del cielo.
Henry
Alexander Gómez
Bogotá (1982). Estudió Licenciatura
en Ciencias Sociales en la Universidad Distrital Francisco José de Caldas.
Gestor cultural, es fundador y director del Festival de Poesía y Narrativa Ojo en la tinta. Accésits del Concurso
Nacional de Poesía “Si los leones pudieran hablar” (2008), Casa de Poesía
Silva. Sus poemas han sido publicados en diferentes revistas como Golpe de dados, Revista Casa Silva, Letralia de Venezuela, La Otra
y Círculo de poesía de México y en
los libros Piedras en el trópico
(2011) y Raíces del viento (2011).
Actualmente se desempeña como promotor de lectura y escritura en la Red Capital
de Bibliotecas Públicas de Bogotá–BibloRed y hace parte del colectivo literario
y del comité editorial de la Revista Latinoamericana de Poesía La Raíz Invertida (www.laraizinvertida.com). Su libro, Memorial del árbol, fue premiado en el
IV Concurso Nacional de Poesía Obra Inédita.
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