Del libro La noche apenas respiraba (Fondo
Editorial Estado de México. Toluca, 2018)
El borracho
“El borracho”, le decíamos. Un soldado
que rezaba a media lengua y disparaba
por la culata de su fusil.
El lanza Ramírez era un puñado de niño,
un medio hombre que intentaba cazar tigres
con la mirada perdida.
En la noche no paraba de contar estrellas.
“Borracho, caiga en veintidós de pecho”,
decía el capitán. “Borracho, usted solo
va a barrer la plaza de armas
y va a brillar la estatua de mi general Mosquera
hasta la madrugada”, le ordenaba el dragoneante.
El sargento Maldonado lo levantaba
a las tres de la mañana con un cubo gigante de
agua.
Un día, mientras almorzábamos lentejas
bañadas en quenopodio,
se voló los sesos con su Galil AR 7,62.
Dejó una gruesa pasta de sangre
con pedazos de hueso por todo el techo del baño.
Lo levantaron como se ajusta una puerta caída,
como quien pone una cortina negra
para tapar la ventana rota.
Pero el borracho, el lanza Ramírez,
no
paraba de contar estrellas.
Se quedó en el baño,
espantando con su media lengua
y quemando la lluvia con el hedor de sus sesos.
Se le apareció en el espejo al sargento Maldonado
cuando se cepillaba los dientes. Le cerró la llave
del agua
al cabo Zapata mientras se duchaba.
“Te voy a matar, maricón”, dicen que le susurró
al dragoneante Otálora, luego de voltear a un
soldado
que lavaba el piso de los retretes.
Con mis huesos tiznados por el estruendo del miedo,
sentí su torpe respiración una noche
que fui al orinal, luego de prestar guardia.
Éramos soldados con el corazón disfrazado
por la muerte, intentando olvidar el rostro de la
madrugada
traspasado por el rojo cañón de nuestros fusiles.
El sargento Maldonado
pidió la baja.
El lanza Ramírez, el borracho,
nunca paró de contar estrellas.
Gas mostaza
Un cielo tejido por la
lepra
llenó el canal que había en
la falda de la montaña
y nos rodeó de punta a
punta.
El teniente Rojas disparó
varias veces su lanzagranadas
como quien clausura las
puertas de un laberinto
donde la hiedra ha perdido
el camino.
Las granadas incendiaron la
prisión
y la soga del humo nos
apretó el cuello
hasta dejarnos desechos los
pulmones.
Incluso el aguacero se
colaba
debajo de nuestros cascos
de guerra
e intentaba encontrar un
pequeño orificio
por dónde respirar.
El infierno tiró al suelo
el armamento.
El soldado Orozco le pidió
a gritos
a la Virgen María
que le atara el cordón de
su bota militar.
El sudor de los fusiles,
por primera vez,
me expropiaba del aire
y me cosía los huesos uno
por uno
a la risa astuta de la
guerra.
Nada quedó a salvo,
ni siquiera las uñas
aferradas a las paredes de cal.
—Han dejado de ser reclutas —nos
gritó
el teniente Rojas—, se
acaban de graduar como miembros
activos de las Fuerzas
Militares de Colombia —replicó.
Despertamos con el uniforme
lleno de odio,
viejos,
como niños expulsados del
paraíso,
con una constelación de
sombras rotas detrás de las orejas.
Existe en el mundo
un alto riesgo de caer en
las cadenas
que nos ofrece la
victoria.
Las cosas iban perdiendo su
color natural.
De patrulla
Las mujeres
venían desde cualquier rincón
y nos saludaban
con sus pañolones caídos. Fundaban
todo un continente en nuestras vísceras.
—Yo le
pago la que quiera,
soldado Gómez —decía el capitán—,
usted sólo escoja.
El Escalón Rojo era un vendaval de frutas ácidas
moviéndose a lo Héctor Lavoe. Las extrañas
genealogías del amor
crecían desde la barra del bar al lanzagranadas
terciado a mis espaldas.
El humo escarlata
de los cigarrillos se acomodaba en los sillones
donde cada soldado urdía la geometría simple
de los mundos inacabados.
—Vengo desde atrás de la lluvia —me decía
Maritza y su rímel se propagaba por el aire
hasta llenar de estrellas
cada puesto de guardia en el batallón.
Los 40 ladrones
El largo bastón que traigo de la guerra
sostiene el arte milenario del hurto calificado.
Cada cosa era usurpada en el ejército:
las toallas, las colchas, las cucardas, la
munición;
hasta robábamos el aire que llenaba nuestras bocas,
luego de las patrullas nocturnas.
Aprendimos, desde el primer día,
a dormir con los setenta y cinco cartuchos como
almohada,
con el Galil anudado al brazo del sueño,
para nunca perder la costumbre de ser víctima
y asesino.
Nacimos, como François Villon, para guardar el mal
en nuestras tiendas de campaña,
para usurparle a Alí Babá cada una de sus sortijas
de oro.
No podía ser de otra forma,
vivimos con la certeza de caminar
por el filo de la orilla,
sin ataduras,
o, por lo menos,
con la promesa de robar siempre en el patio donde
Dios habilita todos los comercios.
Corsarios, piratas, bandidos, lobos de asalto,
somos igual que el mal ladrón crucificado
y condenado por Jesucristo,
a imagen y semejanza de Bonnie y Clyde,
de la raza ladina de Lex Luthor.
No fue Vincenzo Peruggia quien robó la Mona Lisa,
fuimos nosotros, los soldados de Colombia,
que siempre andamos con la sed guardada en los
bolsillos,
con una tercera mano
para llegar a donde no nos alcanza la suerte.
Hay verdades que simplemente no son nuestras,
pensamientos
semejantes a una gradería
de piedra
en la que se asciende
al bajar los peldaños:
igual que la guerra: pequeña metáfora
que
le hurta los ronquidos a Dios.
Desertores
El regimiento apestaba a detergente.
Las insignias militares cavaron un pozo en la
mañana
y usamos el Brilla Metal como pasta de dientes.
Después de la guerra
es difícil
respirar,
romper el cristal que enluta la voz.
Pero los audífonos
y los walkman de la compañía anunciaron
a La Pestilencia, Darkness
y Metallica en el Parque Simón Bolívar.
Saltamos por la garita Cuatro Vientos
como dos perros abiertos
que se mezclan con el hambre de los largos
edificios.
Recorrimos la ciudad en busca del sol.
Alguien puso una mano en mi hombro
y soltó un par de monedas.
Descendimos al parque
igual que dos profetas nacidos de la baba de Dios,
dos soldados atizados por el eco
de las guitarras eléctricas.
“La Peste” oscureció la tarde con “Fango”,
aunque ésa es otra historia.
Darkness nos lavó la risa con una pavada de
cuervos.
Cada hombre y cada mujer
desataron los hilos de su espalda,
abrieron sus pieles
y salieron de sus propios cuerpos
con “Master of puppets”.
Un tornado de campanas,
un nido lleno de escapularios
multiplicó la vigilia.
Corrimos como locos al filo de la música,
saludando las lágrimas
y la metralla perdida afuera de las bocas.
………………………
Regresamos al batallón
con una luna a medias,
pero un héroe de la patria
le contó nuestra huida al sargento Maldonado.
El látigo de la infantería
nos mordió una vez más
las carnes.
Entonces,
cuando mis brazos ya no podían hacer otra
lagartija,
pude leer
en la pupila alta de la noche
nuestra inmensa victoria.
HENRY ALEXANDER GÓMEZ
(Bogotá, 1982). Magister en
Creación Literaria de la Universidad Central y Licenciado en Ciencias Sociales
de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Es director del Festival
de Literatura “Ojo en la tinta”. Dirigió el Taller Distrital de Poesía Ciudad
de Bogotá en el año 2018 y 2019. Ha recibido diferentes distinciones, entre
ellas, el Premio Nacional de Poesía Universidad Externado de Colombia, el
Premio Nacional Casa de Poesía Silva y el Premio Internacional de Poesía José
Verón Gormaz de España por el libro Tratado
del alba (2016). Otros libros publicados: Memorial del árbol (2013), Segundo Premio Nacional de Poesía Obra
Inédita; Diabolus in música (2014),
Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía; Georg
Trakl en el ocaso (2018);
La noche apenas respiraba (2018)
Mención Honorífica Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la
Cruz y
Finalista del Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura. Es
cofundador y editor de la Revista Latinoamericana de Poesía La Raíz Invertida (www.laraizinvertida.com) y docente
de las universidades Javeriana y La Salle.
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