El Festival de Narrativa y Poesía, Ojo en la tinta, es un evento literario independiente que se realiza en la ciudad de Bogotá, Colombia, desde el año 2009. Este busca encontrar y difundir nuevas voces en la literatura colombiana y latinoamericana. El festival es organizado por el Colectivo Literario La Raíz Invertida.

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sábado, 9 de mayo de 2020

Comité Editorial La Raíz Invertida



HELLMAN PARDO



(Bogotá, 1978). Entre sus premios nacionales de poesía se encuentran: Eduardo Carranza en 2010; Casa Silva en 2011; el Premio del Festival Internacional de Poesía de Medellín en 2014 y el XIX Premio Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus por su libro Reino de peregrinaciones. En 2011 el Ministerio de Cultura le concede la Beca a la Circulación Internacional de Creadores en New York. Ha publicado: La tentación inconclusa, (2008); Anatomía de la soledad, (2013); El falso llanto del granizo, (2014); Los días derrotados, (2016); Reino de Peregrinaciones (2018) y la antología He escrito todo mi desamparo, en la Colección Un libro por Centavos de la Universidad Externado de Colombia. Su novela Lecciones de violín para sonámbulas fue publicada en 2018 por Uniediciones. Miembro fundador de la Revista Latinoamericana de Poesía La Raíz Invertida.
  




LAURA CASTILLO

 

(Bogotá, 1990). Abogada de la Universidad Externado de Colombia. En el año 2017 publicó su primer libro Prolongación de la Lluvia, el cual fue ganador del XX Premio Nacional de Poesía de la Universidad Metropolitana de Barranquilla. Fue mención de honor en la categoría de Poesía en el Tercer Concurso de Escrituras Creativas Cuento, Poesía y Crónica de la Red Capital de Bibliotecas Públicas – BibloRed (2014). Hace parte del comité editorial de La Raíz Invertida Editorial. Ha sido incluida en diversas antologías de poesía, entre ellas, Luz sin estribos (poetas colombianos y cubanos nacidos a partir de 1980) y Liberoamericanas: 140 poetas contemporáneas.




HENRY ALEXANDER GÓMEZ
  


(Bogotá, 1982). Magister en Creación Literaria de la Universidad Central y Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Es director del Festival de Literatura “Ojo en la tinta”. Dirigió el Taller Distrital de Poesía Ciudad de Bogotá en el año 2018 y 2019. Ha recibido diferentes distinciones, entre ellas, el Premio Nacional de Poesía Universidad Externado de Colombia, el Premio Nacional Casa de Poesía Silva y el Premio Internacional de Poesía José Verón Gormaz de España por el libro Tratado del alba (2016). Otros libros publicados: Memorial del árbol (2013), Segundo Premio Nacional de Poesía Obra Inédita; Diabolus in música (2014), Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía; Georg Trakl en el ocaso (2018); La noche apenas respiraba (2018) Mención Honorífica Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz y Finalista del Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura. Es cofundador y editor de la Revista Latinoamericana de Poesía La Raíz Invertida (www.laraizinvertida.com) y docente de las universidades Javeriana y La Salle.






JORGE VALBUENA
  


(Facatativá, Cundinamarca, 1985). Es Magister en Estudios de la Cultura con mención en Literatura Hispanoamericana de la Universidad Andina Simón Bolívar, Quito, Ecuador; Especialista en Creación Narrativa de la Universidad Central; y Licenciado en Humanidades y Lengua Castellana de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Es promotor de lectura y gestor cultural.  Ha recibido reconocimientos como el Premio Departamental de Poesía de Cundinamarca en el 2008 por su primer poemario titulado Presos, el Premio de poesía de la Revista Surgente por el poemario Los arados del parpadeo (2008) y el Premio Distrital de Cuento Ciudad de Bogotá (2014). Su obra Péndulos fue reconocida con el primer puesto en el concurso Bonaventuriano de Poesía en 2010, su poema Abismos del silencio fue ganador en el concurso nacional de poesía Palabra de la Memoria y fue finalista del IV Premio Nacional de Cuento La Cueva (2014). Es autor de los poemarios La danza del caído y Pasajera de agua, publicados por El ángel editor, Quito Ecuador, 2012 – 2014, y del libro Árbol de navío, de la Editorial Cuadernos negros, Calarcá – Quindío. Artista formador en los Talleres Locales de Escritura Creativa – IDARTES Bogotá. Profesor de la Escuela de Literatura del Centro Cultural Bacatá de Funza Cundinamarca. Dirige el proyecto cultural Facatativá Literaria.





miércoles, 15 de abril de 2020

Poemas del libro "La noche apenas respiraba"





Del libro La noche apenas respiraba (Fondo Editorial Estado de México. Toluca, 2018)



El borracho

“El borracho”, le decíamos. Un soldado
que rezaba a media lengua y disparaba
por la culata de su fusil.

El lanza Ramírez era un puñado de niño,
un medio hombre que intentaba cazar tigres
con la mirada perdida.

En la noche no paraba de contar estrellas.

“Borracho, caiga en veintidós de pecho”,
decía el capitán. “Borracho, usted solo
va a barrer la plaza de armas
y va a brillar la estatua de mi general Mosquera
hasta la madrugada”, le ordenaba el dragoneante.
El sargento Maldonado lo levantaba
a las tres de la mañana con un cubo gigante de agua.

Un día, mientras almorzábamos lentejas
bañadas en quenopodio,
se voló los sesos con su Galil AR 7,62.
Dejó una gruesa pasta de sangre
con pedazos de hueso por todo el techo del baño.

Lo levantaron como se ajusta una puerta caída,
como quien pone una cortina negra
para tapar la ventana rota. 

Pero el borracho, el lanza Ramírez,
                                        no paraba de contar estrellas.

Se quedó en el baño,
espantando con su media lengua
y quemando la lluvia con el hedor de sus sesos.
Se le apareció en el espejo al sargento Maldonado
cuando se cepillaba los dientes. Le cerró la llave del agua
al cabo Zapata mientras se duchaba.
“Te voy a matar, maricón”, dicen que le susurró
al dragoneante Otálora, luego de voltear a un soldado
que lavaba el piso de los retretes.
Con mis huesos tiznados por el estruendo del miedo,
sentí su torpe respiración una noche
que fui al orinal, luego de prestar guardia.

Éramos soldados con el corazón disfrazado 
por la muerte, intentando olvidar el rostro de la madrugada
traspasado por el rojo cañón de nuestros fusiles.

El sargento Maldonado
pidió la baja.
El lanza Ramírez, el borracho,
                                                      nunca paró de contar estrellas.





Gas mostaza

Un cielo tejido por la lepra
llenó el canal que había en la falda de la montaña
y nos rodeó de punta a punta.
El teniente Rojas disparó varias veces su lanzagranadas
como quien clausura las puertas de un laberinto
donde la hiedra ha perdido el camino.
Las granadas incendiaron la prisión
y la soga del humo nos apretó el cuello
hasta dejarnos desechos los pulmones.
Incluso el aguacero se colaba
debajo de nuestros cascos de guerra
e intentaba encontrar un pequeño orificio
por dónde respirar. 
El infierno tiró al suelo el armamento.
El soldado Orozco le pidió a gritos
a la Virgen María
que le atara el cordón de su bota militar.
El sudor de los fusiles, por primera vez,
me expropiaba del aire
y me cosía los huesos uno por uno
a la risa astuta de la guerra.
Nada quedó a salvo,
ni siquiera las uñas aferradas a las paredes de cal.
      
              —Han dejado de ser reclutas —nos gritó
el teniente Rojas—, se acaban de graduar como miembros
activos de las Fuerzas Militares de Colombia —replicó.  

Despertamos con el uniforme lleno de odio,
              viejos,
como niños expulsados del paraíso,
con una constelación de sombras rotas detrás de las orejas.

Existe en el mundo
un alto riesgo de caer en las cadenas
                        que nos ofrece la victoria.
  
                        Las cosas iban perdiendo su color natural.





De patrulla

Las mujeres
venían desde cualquier rincón
y nos saludaban
con sus pañolones caídos. Fundaban
todo un continente en nuestras vísceras.

      —Yo le pago la que quiera,
soldado Gómez —decía el capitán—,
usted sólo escoja.

El Escalón Rojo era un vendaval de frutas ácidas
moviéndose a lo Héctor Lavoe. Las extrañas
genealogías del amor
crecían desde la barra del bar al lanzagranadas
terciado a mis espaldas.
El humo escarlata
de los cigarrillos se acomodaba en los sillones
donde cada soldado urdía la geometría simple
de los mundos inacabados.

        —Vengo desde atrás de la lluvia —me decía
Maritza y su rímel se propagaba por el aire
hasta llenar de estrellas
cada puesto de guardia en el batallón.

Los 40 ladrones

El largo bastón que traigo de la guerra
sostiene el arte milenario del hurto calificado.

Cada cosa era usurpada en el ejército:
las toallas, las colchas, las cucardas, la munición;
hasta robábamos el aire que llenaba nuestras bocas,
luego de las patrullas nocturnas. 

Aprendimos, desde el primer día,
a dormir con los setenta y cinco cartuchos como almohada,
con el Galil anudado al brazo del sueño,
para nunca perder la costumbre de ser víctima
                                                                          y asesino.

Nacimos, como François Villon, para guardar el mal
en nuestras tiendas de campaña,
para usurparle a Alí Babá cada una de sus sortijas de oro.

No podía ser de otra forma,
vivimos con la certeza de caminar
por el filo de la orilla,
sin ataduras,
o, por lo menos,
con la promesa de robar siempre en el patio donde
Dios habilita todos los comercios. 

Corsarios, piratas, bandidos, lobos de asalto,
somos igual que el mal ladrón crucificado
y condenado por Jesucristo,
a imagen y semejanza de Bonnie y Clyde,
de la raza ladina de Lex Luthor.

No fue Vincenzo Peruggia quien robó la Mona Lisa,
fuimos nosotros, los soldados de Colombia,
que siempre andamos con la sed guardada en los bolsillos,
con una tercera mano
para llegar a donde no nos alcanza la suerte.

Hay verdades que simplemente no son nuestras,
                          pensamientos
                          semejantes a una gradería de piedra
                          en la que se asciende al bajar los peldaños:

igual que la guerra: pequeña metáfora
                                            que le hurta los ronquidos a Dios. 




Desertores

El regimiento apestaba a detergente.
Las insignias militares cavaron un pozo en la mañana
y usamos el Brilla Metal como pasta de dientes.

Después de la guerra
                                 es difícil respirar,
romper el cristal que enluta la voz.
Pero los audífonos
y los walkman de la compañía anunciaron
a La Pestilencia, Darkness
y Metallica en el Parque Simón Bolívar.

Saltamos por la garita Cuatro Vientos
como dos perros abiertos
que se mezclan con el hambre de los largos edificios.

Recorrimos la ciudad en busca del sol.
Alguien puso una mano en mi hombro
y soltó un par de monedas.

Descendimos al parque
igual que dos profetas nacidos de la baba de Dios,
dos soldados atizados por el eco
                                                 de las guitarras eléctricas.

“La Peste” oscureció la tarde con “Fango”,
aunque ésa es otra historia.
Darkness nos lavó la risa con una pavada de cuervos.
Cada hombre y cada mujer
desataron los hilos de su espalda,
abrieron sus pieles
                    y salieron de sus propios cuerpos
                                                         con “Master of puppets”.

Un tornado de campanas,
un nido lleno de escapularios
                                                      multiplicó la vigilia.

Corrimos como locos al filo de la música,
saludando las lágrimas
y la metralla perdida afuera de las bocas.

………………………
Regresamos al batallón
                      con una luna a medias,
pero un héroe de la patria
le contó nuestra huida al sargento Maldonado.

El látigo de la infantería
                       nos mordió una vez más las carnes.

Entonces,
cuando mis brazos ya no podían hacer otra lagartija, 
pude leer
                en la pupila alta de la noche
                                                  nuestra inmensa victoria.





HENRY ALEXANDER GÓMEZ



 (Bogotá, 1982). Magister en Creación Literaria de la Universidad Central y Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Es director del Festival de Literatura “Ojo en la tinta”. Dirigió el Taller Distrital de Poesía Ciudad de Bogotá en el año 2018 y 2019. Ha recibido diferentes distinciones, entre ellas, el Premio Nacional de Poesía Universidad Externado de Colombia, el Premio Nacional Casa de Poesía Silva y el Premio Internacional de Poesía José Verón Gormaz de España por el libro Tratado del alba (2016). Otros libros publicados: Memorial del árbol (2013), Segundo Premio Nacional de Poesía Obra Inédita; Diabolus in música (2014), Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía; Georg Trakl en el ocaso (2018); La noche apenas respiraba (2018) Mención Honorífica Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz y Finalista del Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura. Es cofundador y editor de la Revista Latinoamericana de Poesía La Raíz Invertida (www.laraizinvertida.com) y docente de las universidades Javeriana y La Salle.



jueves, 17 de marzo de 2016

El diablo en la musica - Henry Alexander Gómez



De libro Diabulus in música (2014)



Johnny Cash

Enterré el puente de mi guitarra en el aire, sacudí las polillas de mi sombra y cultivé el vapor de la música sobre el heno de los días, a un lado de la carretera, donde los mundos se fecundan.




Jim Morrison

Desde lo alto de la duna dejo caer una escudilla que rasga un aire extraño que acecha mi presencia. Ancianos ángeles amasan mi saliva con arena. ¿Quién acompañará mis huellas para descifrar el verdadero rostro de la luz?

Romper el cristal. No hay noche más fría. El nombre del desierto me persigue. Las puertas se derrumban.

Con el hueso roto del coyote buscaré mis años perdidos junto a un demonio que trama el antiguo imperio del cielo.




Janis Joplin

Inútil es viajar entre el olor de la ceniza, sepultar amapolas en las mandíbulas del ángel ciego.

Canción de la infancia: fumar el opio de la piel y beber la última gota de un blues de la botella más oscura de un bar de Louisiana. El pulmón amordazado mientras el gramófono suena a Bessie Smith o a Billie Holiday.

Una huella descalza la delata, la delata su sombra transparente.

Hurga una grieta en la penumbra. Descúbrete impedida para contar la multiplicidad de nubes que rodean tus dedos.

Es bello vigilar desnuda al sol cuando anochece: la orgía de su voz baja cóncava al interior de la tierra.




John Bonham

En el grito del árbol encontrarás la semilla. Mi escritura viaja al galope del viento entre los cascos del caballo. Esta tierra se adelgaza ante el trueno del agua en el pecho de un pájaro.

He dejado al granizo sin aliento.





Jon Lord

Recogí de la neblina en la mañana cada uno de los hilos que expanden las yemas de mis dedos. Hilar es mi destreza, la certidumbre de dormir en una cavidad de sonidos que arden como diluvio perpetuo.

Un flameo inmutable me sigue a todas partes: una tela de música que hoy es mi mortaja, una sonata que ordena a un tiempo la dinastía secreta de un centenar de relámpagos.

Mi corazón es la rueca, la bruma el ovillo, mi música, una calina de fuego que lo ha envuelto todo. 





Pappo Napolitano

Me reconozco en el polvo del adiós, en las piedras errantes: con un hilo de viento me hice un collar de caminos.

Dejo el diapasón de mi guitarra bañado por un rumor de flores vestidas por la lluvia. Dejo mi amada Harley Davidson con la que probé el peso de la fe y la pulsación de la muerte. Hay una canción de espejos y lumbres al final de la autopista.

Nada vale más que un viejo blues cortejando las voces aromáticas del sueño.





Ronnie Van Zant

Al amanecer, algún extraño viajero señala con el dedo un pájaro que guarda el nombre de todos los pájaros.

Su vuelo ha dibujado, en el corazón abierto del alba, cada hilo de acero con los que un niño ovilla el paraíso de mis alas.





Ian Curtis

Hoy tengo la mirada hecha de tierra para arrojar un puñado al vacío, el espíritu de papel para prenderle fuego y hacer con las cenizas música para sujetar mi destino. 

Vengo de abrir una hendidura donde la luz se reconcilia con la muerte, de atar mi cuerpo hueso por hueso a la llama de mi voz, como la danza de Caín en la sonrisa oscura del miedo.

Hoy tengo la boca en la mitad del pecho con una paloma agrietada en la garganta. 

El aire está roto en pedazos.




Stevie Ray Vaughan 

Este es mi evangelio:

La soledad del universo se reduce a seis élitros de acero; pesan como el calibre de la araña en el corazón de una rosa, zumban como un crujir de huesos de pájaros salvajes.  
Mi voz es clavicordio de agua, pentagrama de fuego, el gesto de todo y de nadie.
La lluvia en el tejado afina el blues-rock de mi guitarra: tormenta de hierro, piedra pluvial que inunda el refugio donde el tiempo pliega sus doce alas.  

Mi credo es la ausencia de Dios, el bostezo del cielo.





Quorthon (Tomas Forsberg)

Primero haré de mi nombre un festín de la sangre. Luego sepultaré cada sílaba de mi música y haré que sea desterrada de la aurora. Mi voz cruzará el Valhalla con mi rostro abierto por la uña del cuervo. 

Una virgen de hierro para atesorar el nacimiento. Para honrar el martillo del trueno, una semilla hervida en la miel de la noche.

Por cada pluma del ángel asisto al presidio de mi raza. Por cada cartílago de música “El Oscuro” destila su veneno.

Es mortal el abismo que nos rodea.

 



Euronymous (Øystein Aarseth)

Es la profundidad del bosque lo que retengo entre mis manos. El aullido de una aureola negra que me alcanza.

Una luna secreta escarba los misterios del Señor oscuro. Satán es quien lanza cada vocal de mi nombre al fuego para profanar la lluvia sonámbula.

Sortilegio del espanto. La otredad de la sangre. Una leche sorda que invade la espesura.

Afilaré mis pupilas blancas a un ataúd de piedra: también la oscuridad es la luz más brillante.

 

 




 

Henry Alexander Gómez


Bogotá (1982). Profesional en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas y estudiante de Maestría en Creación Literaria de la Universidad Central. Es director del Festival de Literatura “Ojo en la tinta”. Su libro Cartografía de la luz ganó el XXVI Concurso Nacional de Poesía Universidad Externado de Colombia; con el libro Georg Trakl en el ocaso fue Segundo Premio del IX Concurso Literario Bonaventuriano de Poesía; ganador del Concurso Nacional “La poesía de la vida cotidiana” - Casa de Poesía Silva.

Ha publicado los libros Memorial del árbol (2013), premiado en el IV Concurso Nacional de Poesía Obra Inédita, Diabolus in música (2014) Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía y Teoría de la gravedad (2014), Mención de Honor en el I Premio Nacional de Poesía, Festival Internacional de Poesía de Medellín y publicado en Quito, Ecuador.

Sus poemas aparecen en los libros Raíces del viento (2011), en la antología Postal del oleaje: poetas nacidos en los 80. Colombia-México (2013), y en diferentes revistas de Colombia y el exterior. Hace parte del comité editorial de la Revista Latinoamericana de Poesía La Raíz Invertida (www.laraizinvertida.com). 

domingo, 24 de marzo de 2013

Memorial del árbol - Henry Alexander Gómez





EN ALGÚN lugar
el asesino se resguarda
                  y aprieta el puñal.

Su piel se descompone
en un aleteo
                       de pájaros nocturnos.

Un cuerpo sin vida
es la cicatriz de una calle,
         la oscura libertad de la noche.





EN LA LENGUA suelta
de la noche
el gato, impenetrable,
                            atisba la locura.





CONTRA la ventana
un pájaro
se da un golpe certero.
                  
                             Bebe la sed de su alarido.

Aquieta sus alas.

Yo me aferro a su recuerdo
        mientras olvido
        la transparencia del agua,
                        
                            como una cicatriz
                            que da vueltas por el mundo.






LA NOCHE
ha llegado, por fin,
              a su estado más sólido. 

Intentamos descifrar
                      una palabra
y sin embargo,
todo lo ha ofrendado
                           la herrumbre
de las cosas.

La escritura pende
del hilo de sangre de la tierra:

sílaba de viento,
luz aniquilada.

Ahora,
ya nada puede condenarnos.






Hay soles que caen

Un ángel juguetea en el ramaje del árbol.

Es tan grande el abismo,
y tan silencioso el techo del mundo,
que nos abraza la pesadumbre,
y bebemos aguardiente,
                                                    y lloramos,
porque no entendemos
cómo Dios juega con sus dedos de piedra
entre las hojas del álamo.

                                                      




Velo de noche

Vivir la lentitud
                           de la hormiga,
                           confuso
                                        en una ola de arena.

               Entre el amor y mi sangre
               hay un silencio de pájaros,
                                    velos
                                    como mareas de hielo
                      bordados
                                       con filamentos de sal.


Alguien ha escrito mi nombre
    en
        una
               roca
                      incendiada
                     
                      con el carbón que tiñe
                                                       lentamente

                      la noche.






Memorial del árbol

Nos susurra el viento su nostalgia de nieves
y el copetón tañe su silabario de alas.

Qué silencio es mi corteza,
y mis raíces
tejiendo la sangre de un sueño.

Hay en las rocas una sed de tormenta.

De mis brazos cayó la hoja
con la que un hombre descalzo
cubrió su sombra.
Se ha roto las muñecas golpeando mi silencio.
Mi inconmovible reposo le ha dejado
una herida imposible abierta al crepúsculo.

Ráfagas de orquídeas a las orillas del lago
expanden la soledad del abejorro.

Dos niños olfatean una bolsa de huesos.

Un bramido,
es una piedra que expira en el agua.






La lentitud

En lo profundo
                            del río
                                         brama
                                         a veces
                             un árbol
                             que no para de crecer.

                             La mosca
                             siempre teje
                             el hilo de su araña.

                             Es el diablo
                                           quien desliza
                             el cerrojo
tras girar, quedo, la puerta. 





Incandescencia

Escucho,
                 palpo,
                 a cada instante,
                 la voz
                 en la pupila extranjera.
He descifrado su desvelo,
el latigazo de una música antigua
                 que desorienta los rayos del sol.

¿Puedes escribir sobre la línea del árbol?
¿Puedes envenenar el trueno
                                           que rodea
                                                           la luz del vigilante?






Arenga del hogar

I

Él siempre permanece anclado
a un lebrillo de granizo.
Ella ha decidido perpetuarse
sobre las arenas movedizas
                                              a orillas del sexo.

Pero también es él quien ríe más alto,
quien lleva entre la jaula una mosca de humo.

Ella sólo sobrevive
en la multiplicación de las cosas,
como la honda de una piedra
                              arrojada en aguas distintas.


II

Dejar atrás los viejos rincones,
la ropa sucia,
                          la música
                          apresada en hilos de tiniebla.

Cada acto que hacemos
es un barco hundido
                                    por la mano de un niño.

Pero todo,
                        hasta lo que no conocemos,
                        lo circunda la soledad del árbol.







Rumor del insomnio

Es la niebla y un ruido de moscas.
                                                        Umbral del insomnio:
                           la cama en duelo a la hora más amarga.
No existe la lluvia,
                               ni un reloj grabando
                               la lenta caravana,
                               sólo escombros en la almohada
y unos ojos que nos miran
                       como dos agrias monedas en un estanque. 

Golpe a la ventana.
                                   Turbio secreto.
Revelación.
                                        Un enjambre de zapatos en luto.

La mujer observa
                                    tras un desván sombrío.
La noche se tuerce a su memoria:
su rostro son esquirlas de huesos
                                                  bajo el párpado incendiado.

Delirio de alta noche.

El juego sigiloso en la punta de sus dedos
                               no es más que una presencia oxidada.

¡Su libertad es un ataúd!
                                             Una flor muerta
                                             en el regazo de un libro.


Pero es esta fiebre nocturna del insomnio,
                   la aurora en velo de plata, 
la que nos ofrece unas manos
                                                más frías que el hambre.           
                                                                       
                                                                               Cenizas.

El eco de un fantasma en la jaula.






Clausura

Sobre
            las sábanas
gastadas
            copula
dos veces
            el silencio. 

¿Escuchas
            el sexo
que retorna
           como agua
           entre las manos?
  





El adiós

I

En la tarde,
las semillas del diente de león,
vulneradas por el viento,
                                         se disipan
como limadura de espejo
                                     en la memoria.

Atrás queda la página en blanco,
la mirada imposible, lo que ya no despierta.


II

Sin rumbo,
                 sin regreso,
                 en un vacío de huesos,
el crepúsculo devora los pies del caminante.






El ángel negro de la isla de Kampa

Nadie lo vio entrar en su casa. Era una fría noche de Praga, era un poema tirado a la alacena.
Al principio, con el orgullo herido y las polillas sacudiéndole los trajes, se acostumbró a vivir con la noche colgando de su espalda.
Decidió el encierro porque los hombres sencillos mueren solos.
Con la pupila altamente dilatada, Vladimír Holan, entendió que las sombras viajan empedradas de palabras. La piedra oscura había regresado cargada de frutos.
En aquella casa había tanto ruido, tanta miga de pan en las esquinas.
Se dice que la luz de la ventana duraba encendida toda la noche, en el resplandor de la vela se diseminaba el diálogo del mundo.
La claridad no se hacía esperar. Nadie y todo había en él. La campana detenida por el lápiz, Hamlet conversando con las ruinas del espejo, la muerte escondida en las catedrales.
Pero los años no pasan en vano. En la pesada puerta crecía un caballo atado con alambres.
En el instante en que la voz del ángel deshizo los colores de las cosas, cuando la tierra de los cementerios colmó de cicatrices las estancias, pronunció estas palabras:
“Kateřina ha muerto. Hoy no ha venido nadie a preguntar. La casa ha ocultado, al fin, todos sus ruidos.”






Georg Trakl en el ocaso

Un rostro púrpura se ciñe al abrazo calcinado de la noche.
El espíritu oscuro de los bosques, las sombras venenosas,
el grito moribundo de los guerreros otoñales,
cubren de opio el azulado cuerpo de espino.
Aletean los murciélagos alrededor del joven que sueña.
Se escucha un lamento crepuscular.
El niño Elis le besa la frente sangrante
y la hermana juega con alcoholes mortíferos,
deambulando entre los catres del centro hospitalario.
Qué luna más amarga,
cuánto silencio sobrevive en el canto último del mirlo.
Tierra negra amasa una música nocturna
y se extingue un corazón huérfano de flores amarillas.
La tumba aguarda a los ángeles caídos;
un venado azul corre en delirio a la primavera.






Paul Celan hilvana su fuga

I
Seca tus ojos
                            y llama a mi puerta;
                      no encontrarás más que un féretro
                            tallado por un abismo de hojas.
La soledad es más grande
                            que la gavilla de inviernos
        que arden
                          en mi boca.


II
 La muerte
                    hila mi mano cien veces.
           Cien veces
                                 la arroja
                                                 a un bote de ceniza.


III
Es en tu vientre,
                                                        madre,
                          donde
                                      siembro
                                                     mi otoño.
              Es en tu nuca
                                         donde nace mi amapola.


IV
El corazón va flotando a mis espaldas.
El corazón
                   va
                         flotando
                                        a
                                           mis
                                                  espaldas,
               barnizado por las humaredas
                                                            de los hornos
                                                                de Ucrania.




V
                                 El becerro le escupe
                                a la paloma invisible,
         se asfixia
         entre el barro
                                  de los campos de exterminio.
Yo humedezco mis oídos
                               con su sangre;
con su carne hago en las mañanas
                                                       tallos de sombra.


VI
Verteré
toda el agua del Sena
en un cántaro
                                y lavaré tus heridas,
                                                                   bebedora.
                                                           
                                                           En el presagio
ya no quedarán más cicatrices.



VII
Mi mano
hila la muerte,
                                                     cien veces la arroja.







Prólogo

Reverberaciones cambiantes


Por Santiago Espinosa

No deberían hacerse prólogos a un primer libro de versos. No por ahora. Sus materiales, al tiempo en que escribimos estas líneas, avanzan hasta lo insospechado como hazañas abiertas, ajenas a las cenizas de un epitafio inaugural. Si crecen con cuidado en la memoria, pensamos, es para hundir sus raíces en los colores del porvenir, no para nosotros. Hay una vida en la escritura que aún no agota su sentido. Y una esperanza.

De Memorial del árbol, primeros de poemas de Henry Alexander Gómez, celebro la voluntad de un hombre que ama de veras las palabras. Que las cuida y les teme en secreto como una semilla peligrosa, recobrándonos la fe en sus olvidados poderes. Como lector de poesía que es, sabe que la escritura ha sido la condena de muchos, su trampa oscura. Hombres y mujeres que han cerrado sus búsquedas hasta volverlas adversas, si no es la vida la que ha huido antes de eso.

Pero este poeta se mueve entre los filos con un ojo vigilante. Ve en los escombros de su herencia una palabra habitada de voces y presencias, árboles, y hacia ella se entrega como el que encuentra en estas atmósferas, a veces opresivas y oscuras, un mundo expresivo donde pueda respirar. Para Henry Alexander Gómez, como para otros poetas de su generación, una palabra extraña, hallada a la vuelta de los vientos, antes que el mundo que se marcha en su derrota, la incomunicación, ha devenido para ellos como la última de las puertas.

Este poeta sabe, con Walter Benjamin, que no hay futuro ni promesa hasta que los pasados se realicen. Que en el largo poema que todos escribimos, una palabra hunde raíces donde las otras declinaron, pues la promesa —otra vez con Benjamin— “surge de una boca que quizás ya en el momento en que se abre habla en el vacío”. Y por eso escribe memoriales. Para mostrarnos las presencias invisibles que también somos, su diálogo secreto entre las generaciones. Planta su árbol joven en las sombras que otros dejaron, testigo de la noche y de los vientos:

Dejar atrás los viejos rincones,
la ropa sucia,
                          la música
                          apresada en hilos de tiniebla.

Cada acto que hacemos
es un barco hundido
                                    por la mano de un niño.

Pero todo,
                        hasta lo que no conocemos,
                                             lo circunda la soledad del árbol.

Hay ecos de Georg Trakl y de Vladimír Holan, una palabra que se pliega en su memoria hacia una noche más vasta; de Juan Manuel Roca y su tanteo en los vacíos, para hablar de una influencia colombiana. En cada uno de estos poemas se reúne la asamblea de los poetas que defiende. Me gusta cuando este diálogo se vuelve explícito. Cuando encuentra entre los rostros concretos su piedra de toque, siendo escritura que nace de la conversación con los poetas para volver a ellos.

Y leemos ese poema extraordinario que es “El ángel negro de la isla de Kampa”, quizá el mejor del libro, sus pedradas oscuras que regresan a nosotros “cargadas de frutos”. Un corazón que flota en las espaldas de Paul Celan, “barnizado por las humaredas de los hornos de Ucrania”. Y huellas, presencias que median entre lo vivo y lo muerto. Toda una galería de herencias que haya un rostro en el poema, y que, como en su poema “Jaguar”, poema tras poema, grafía tras grafía, aparecen como espejos que en secreto nos preceden, como “un laberinto de perlas negras”.

Entre esos rostros de olvidos y leyendas, su colectivo imaginario, comienzan a templarse los metales de una casa expresiva. Los vemos venir y tomar cuerpo. Uno junto del otro se desnudan. Cuando son bien logrados los versos, en su cuidado, volvemos a recordar esta sentencia de Mujica Laínez: “Cada uno de nosotros se ve a si mismo, en los demás. Somos ecos, espejismos, reverberaciones cambiantes”. Y hablamos de una poesía que no sólo se sabe compartida entre la herencia de otras voces, ella misma, en un acto que esperamos deje huella en el país, nace de la alegría de una aventura colectiva: el proyecto literario de La Raíz invertida.

No deberían hacerse prólogos a un primer libro de versos. Sí la celebración y el agradecimiento, una amistad cruzada por palabras. Los deseos de que este árbol se entronque en el futuro como un testigo silencioso, hasta cimbrar con sus raíces las bóvedas del cielo.  





Henry Alexander Gómez

Bogotá (1982). Estudió Licenciatura en Ciencias Sociales en la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Gestor cultural, es fundador y director del Festival de Poesía y Narrativa Ojo en la tinta. Accésits del Concurso Nacional de Poesía “Si los leones pudieran hablar” (2008), Casa de Poesía Silva. Sus poemas han sido publicados en diferentes revistas como Golpe de dados, Revista Casa SilvaLetralia de Venezuela,  La Otra y Círculo de poesía de México y en los libros Piedras en el trópico (2011) y Raíces del viento (2011). Actualmente se desempeña como promotor de lectura y escritura en la Red Capital de Bibliotecas Públicas de Bogotá–BibloRed y hace parte del colectivo literario y del comité editorial de la Revista Latinoamericana de Poesía La Raíz Invertida (www.laraizinvertida.com). Su libro, Memorial del árbol, fue premiado en el IV Concurso Nacional de Poesía Obra Inédita.