Bogotá (1982).
Profesional en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de
Caldas y estudiante de Maestría en Creación Literaria de la Universidad Central.
Es director del Festival de Literatura “Ojo en la tinta”. Su libro Cartografía de la luz ganó el XXVI
Concurso Nacional de Poesía Universidad Externado de Colombia; con el libro Georg Trakl en el ocaso fue Segundo
Premio del IX Concurso Literario Bonaventuriano de Poesía; ganador del Concurso
Nacional “La poesía de la vida cotidiana” - Casa de Poesía Silva.
Ha publicado los libros
Memorial del árbol (2013), premiado
en el IV Concurso Nacional de Poesía Obra Inédita, Diabolus in música (2014) Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía y Teoría de la gravedad (2014), publicado
en Quito, Ecuador. Sus poemas aparecen en los libros Raíces del viento (2011), en la antología Postal del oleaje: poetas nacidos en los 80. Colombia-México (2013),
y en diferentes revistas de Colombia y el exterior. Hace parte del comité
editorial de la Revista Latinoamericana de Poesía La Raíz Invertida (www.laraizinvertida.com).
EL
ÁNGEL NEGRO DE LA ISLA DE KAMPA
Nadie lo vio entrar en su casa. Era
una fría noche de Praga, era un poema tirado a la alacena.
Al principio, con el orgullo herido y
las polillas sacudiéndole los trajes, se acostumbró a vivir con la noche
colgando de su espalda.
Decidió el encierro porque los hombres
sencillos mueren solos.
Con la pupila altamente dilatada,
Vladimír Holan, entendió que las sombras viajan empedradas de palabras. La
piedra oscura había regresado cargada de frutos.
En aquella casa había tanto ruido,
tanta miga de pan en las esquinas.
Se dice que la luz de la ventana
duraba encendida toda la noche, en el resplandor de la vela se diseminaba el
diálogo del mundo.
La claridad no se hacía esperar. Nadie
y todo había en él. La campana detenida por el lápiz, Hamlet conversando con
las ruinas del espejo, la muerte escondida en las catedrales.
Pero los años no pasan en vano. En la
pesada puerta crecía un caballo atado con alambres.
En el instante en que la voz del ángel
deshizo los colores de las cosas, cuando la tierra de los cementerios colmó de
cicatrices las estancias, pronunció estas palabras:
“Kateřina ha muerto. Hoy no ha venido
nadie a preguntar. La casa ha ocultado, al fin, todos sus ruidos.”
HAY
SOLES QUE CAEN
Un ángel juguetea en el ramaje del
árbol.
Es tan grande el abismo,
y tan silencioso el techo del mundo,
que nos abraza la pesadumbre,
y bebemos aguardiente,
y lloramos,
porque no entendemos
cómo Dios juega con sus dedos de
piedra
entre las hojas del álamo.
VELO DE NOCHE
Vivir la lentitud
de la hormiga,
confuso
en una
ola de arena.
Entre el amor y mi sangre
hay un silencio de pájaros,
velos
como mareas
de hielo
bordados
con
filamentos de sal.
Alguien ha escrito mi nombre
en
una
roca
incendiada
con el carbón que tiñe
lentamente
la noche.
LA LENTITUD
En la profundo
del río
brama
a veces
un árbol
que no para de
crecer.
La mosca
siempre teje
el hilo de su
araña.
Es el diablo
quien desliza
el cerrojo
tras girar, quedo, la puerta.
GEORG TRAKL EN EL
OCASO
Un rostro púrpura se ciñe al abrazo
calcinado de la noche.
El espíritu oscuro de los bosques,
las sombras venenosas,
el grito moribundo de los guerreros
otoñales,
cubren de opio el azulado cuerpo de
espino.
Aletean los murciélagos alrededor
del joven que sueña.
Se escucha un lamento crepuscular.
El niño Elis le besa la frente
sangrante
y la hermana juega con alcoholes
mortíferos,
deambulando entre los catres del
centro hospitalario.
Qué luna más amarga. Cuánto silencio
sobrevive
en el canto último del mirlo.
Tierra negra amasa una música
nocturna
y se extingue un corazón huérfano de
flores amarillas.
La tumba aguarda a los ángeles
caídos;
un venado azul corre en delirio a la
primavera.
EN EL LOMO DE LA VACA EL VIENTO REVUELTO EN UN SUDARIO
DE ESPUMAS
Eran las mañanas y
las tardes. Solía acompañar a mi abuela Ana
a llevar y traer las
vacas, del establo al potrero y del potrero al establo.
Íbamos por la mitad
del pueblo arreando las vacas
que eran como dedos
gordos de Dios.
Yo y mis cinco años y
la rama de un árbol haciendo de fusta.
El sol trepaba por
las manchas azules de las vacas y en su paso torpe
un aliento
desconocido empozaba la sílaba del sueño.
Las piedras, las
crestas de los árboles, un puñado de maderos y sus cercas.
Verlas pastar era
echar boca adentro toda la paciencia del aire,
como hundir una luna
en un enredo de hierba.
Y en los ojos de las
vacas un vacío de luz, un misterio lerdo que latía en cenizas
sobre el corazón
lento del día.
Mis cinco años, mi
abuela Ana y las moscas abriendo huecos
en las primeras
sombras de la tarde.
Entonces la vaca
Golondrina se fue de bruces al río.
El hechizo del agua
le llegó como una soga que halaba su carne
en una cadencia sin
tiempo.
Era de ver su júbilo
corriendo entre las formas del torrente. Mugía y su voz era un tambor que
trenzaba mi garganta. Un fósil nacido en lo más hondo de la vocal del mundo.
Corría la vaca por el
río y mi abuela la seguía desde la orilla,
entre los pastos
largos y mojados,
llamando
desesperadamente su bovino. Cuidado de no ahogarse la vaca loca.
Mis cinco años arreando
el sueño de loco de mi abuela Ana. En el lomo de la vaca el viento revuelto en
un sudario de espumas.
Hará tiempo de
aquello. El río arrastrando esqueletos húmedos de hojas y trastos vegetales,
llevándose consigo mis cinco años y las alas invisibles de la vaca Golondrina,
en una ceremonia de
bocas abiertas a los muslos de la nada. Navegaba ahora
hechizado el ocaso en
una brisa de peces muertos.
Dicen que las vacas
se parecen a los
sueños de los hombres tristes, no dejan de rumiar su soledad
en cualquier balcón
desvencijado de la vida. En el mañana
o en el ayer, es
floración la noche cerrada.
A la orilla, sobre la
piedra bañada, boquea todavía la vaca Golondrina
tragando tajos de
luz. Muge mientras puede.
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